Ella. Pasea sola por la playa. El pelo le cae a menudo hacia adelante, le tapa los ojos, le cubre la cara, y ella mueve las manos como una niña, imprecisa y confusa, ratando de apartárselo de los ojos. Con la palma, casi frotándolo contra la cara, se lo lleva hacia atrás, con fuerza, con rabia, pero es cuestión de unos instantes. Porque no sirve de nada. El viento vuelve a despeinarla y la obliga a repetir todos esos gestos cada vez con mayor irritación.
Se detiene en un escollo. Se sienta, contempla el mar, apoya los codos sobre las rodillas. Y busca más allá, en la línea del horizonte, como si algo o alguien, un barco pirata, un velero o cualquier otra cosa pudiese acudir en su ayuda. Pero no es posible. Y no hay nada más terrible que sentirlo, que darte cuenta, que la inquietud te asalte desde lo más hondo, te secuestre, te posea, te golpee con fuerza contra la arena, te sujete las muñecas y se suba sobre tu barriga para mantenerte clavada al suelo. Así se siente, bloqueada por esa sensación. Todo le resulta repentinamente claro, tan nítido como ese atardecer, como el sol abrasador que ha golpeado durante todo el día esa playa. Sí, ahora ella lo sabe. No es feliz. Y es además consciente de otra cosa. Se ha equivocado. No hay nada más terrible que darte cuenta de que has tomado una decisión errónea que no puedes cambiar o, mejor dicho, que no te permite dar marcha atrás porque es definitiva. Sí, no hay nada peor. No, piensa... Es aún peor cuando esa decisión, esa elección imprudente concierne al amor. De improviso se siente pequeña, sola, nota una punzada en el corazón, sus ojos se empañan de lágrimas y le gustaría gritar, llorar... Pero lo cierto es que se ha quedado ya sin lágrimas. Nadie se ha dado cuenta, pero desde que empezaron esas vacaciones no ha hecho otra cosa más que llorar a escondidas, en el apartamento, en el baño, durante sus paseos solitarios, en la cama.
- Sólo se ha reído en una ocasión...

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